CASA LONGO, LA HISTORIA
Compra-venta de libros:
un negocio de 100 años
Arrancó en 1908 y no paró. Vivió los años dorados con Perón,
y sufrió la censura con las dictaduras. Su historia es cultura
(Por Facundo Borrego) Por calle Sarmiento al 1100, antes de llegar a la intersección con Mendoza, se encuentra la librería Longo, que desde hace 102 años es parte de la cultura rosarina. Un negocio que pasa desapercibido por su lúgubre fachada, y por sus vidrieras que no atañen a la atracción instantánea o a la publicidad más perversa. Dentro del comercio, Amalia y Amanda recepcionan a los clientes esporádicos que buscan algún material antiquísimo bajo un techo muy alto, y sobre el piso de lonjas de maderas largas y percudidas que retumban sobre el subsuelo. Con sus 80 y 96 años de edad, respectivamente, las dueñas cuentan que el negocio ya perdió el éxito de ventas de la década del ’40 y ’50, donde cada semana llegaban paquetes inmensos de diferentes géneros. No obstante, los buenos recuerdos permanecen entre tanto olor a página vieja y amarilla.
En 1908 el padre de Amalia y suegro de Amanda, Alfonso Longo, mudó al actual local la librería que poseía cruzando la vereda, y lo hizo con todos los chiches. Es que el negocio funcionaba como librería, papelería e imprenta, la cual estaba ubicada a unos pocos metros sobre la misma mano. Así, Don Alfonso, como se lo conocía al siciliano, manejó el negocio hasta su muerte en 1969. Luego, uno de sus cinco hijos (esposo de Amanda) fue el encargado también hasta sus últimos días, a mediados de los ‘70. Desde entonces, las cuñadas Longo levantan cada mañana la persiana del local.
“Ahora lo hacemos porque nos gusta, de paso nos ayudan las ventas. Nos gusta porque siempre una está con alguien, se habla con mucha gente”, explica Amanda, una señora muy lúcida, que concurre a la librería arreglada y maquillada, por lo que se puede ganar el adjetivo de paqueta. Su cuñada asiente con la cabeza y explica de manera general los ciclos del negocio: “Se vendía cualquier cantidad, hasta que apareció la televisión y luego internet. Fueron los dos quiebres”.
A principios de siglo lo que más salía de la imprenta Longo -luego de ser editada por el mismo propietario- era la literatura gauchesca y la ciudadana, pero también llegaba mercadería desde Capital Federal. Según cuenta Amalia, los nueve años en que Juan Domingo Perón estuvo a cargo de la presidencia nacional, englobaron la época más brillante en cuanto a ventas. “Paquetes y paquetes de Buenos Aires. Se leía mucho. Porque el jubilado cobraba bien, y la clase media también”, dijo. Su cuñada agregó con un tono de voz suave que los rosarinos siempre fueron bastantes cultos, y que el éxito del negocio en parte era por lo popular de la calle Sarmiento, hasta que se edificó Peatonal San Martín, que se llevó gran parte de la atención de las arterias del microcentro.
Poco a poco la industria del entretenimiento, acompañado por el posmodernismo y una vertiginosa globalización, se fue comiendo al negocio de la “lectura económica”, como definió Amalia. Sumado a esto, desde hace años no comercializan libros nuevos para llenar las vidrieras ni los estantes, ahora se dedican al canje (el cliente entrega dos libros y se lleva uno). Esto permite apreciar libros que fueron impresos muchas décadas atrás, como uno que titulaba sobre una tapa casi desecha, algo así como “La conformación del Estado Palestino”, que data de mucho antes de la Guerra del Yom Kimpur, o aún más, de la declaración del Estado de Israel.
“Hemos pasado por lo que vos pidas en el plano político”, narra Amalia pegada a la pantalla de una estufa de gas que calienta el amplio ambiente. El negocio, si se hacen cuentas rápidas, funciona desde antes de la primera presidencia de Hipólito Yrigoyen, y ha vivido gobiernos de facto, democráticos, revueltas y levantamientos, peronistas y radicales, hasta al mismísimo Perón. Haciendo historia con la mirada colgada en el techo, Amalia recuerda que el día que falleció su padre se desató el Rosariazo, el cual paralizó a la ciudad: “Mi padre murió el 16 de septiembre de 1969, el día del Rosariazo. Nos costó mucho trabajo traerlo desde el hospital al velatorio que se hizo en nuestra casa, en la planta alta del negocio, porque era un descontrol la calle. Se quemaban gomas en la esquina de Mendoza, por lo tanto se cortaba el tránsito, pero los estudiantes nos abrieron el paso al otro día para llevar a mi padre al entierro, porque eran asiduos clientes de la librería”.
Luego de un rato de silencio, la señora de 96 años cuenta, tras friccionarse las manos para agarrar calor, que en 1955 la dictadura de Aramburu no permitía que circularan los manuales escolares de la editorial Estrada porque tenían la figura de Perón y Evita por doquier. “Los acomodábamos en los estantes superiores para que no estén a la vista de los clientes”, contó para graficar la forma de contrarrestar la bajada de línea militar.
Pero si de censura se habla, el Proceso de Reorganización Nacional fue el más inexorable. “Muchas veces –narra Amalia-, militares vestidos de civil venían a ver qué tipo de libros vendíamos, pero no nos dábamos cuenta de ello. Una mañana se acercó una persona y preguntó por ‘La historia de la revolución’, y se fue sin comprarlo. Al día siguiente volvió con otras personas, se presentaron como militares y comenzaron a buscarlo. Pero por suerte la tarde anterior se lo vendimos a una señorita. Se fueron no muy contentos y nos dijeron: ‘Ustedes no pueden vender estos libros’”.
En su siglo de vida, por las puertas del local de calle Sarmiento han pasado muchas personas que se hicieron famosas, por decirlo de algún modo. Entre ellas Antonio Carrizo, o el hermano de Mirtha Legrand, conocido como Joselo. “Era un caballero. Venía a visitar a su suegra y de paso pasaba por el negocio a saludarnos. Nos decía las chicas Longo”, recuerda Amanda entre risas.
También se lo podía ver a Reynaldo Sietecase en su época de estudiante. “A Sietecase lo teníamos todas, todas las semanas, con su pelo largo y su barba larga en el tiempo que estudiaba en la facultad. Traía sus poesías para que las pongamos en la vidriera”, cuenta la más joven de “Las chicas Longo”, y agrega a la conocidísima escritora Patricia Suárez en la lista de clientes fijos. “Patricia venía de chiquita, y se llevaba todo lo raro que nadie se quería llevar. Por eso es tan preparada”, relata como sintiéndose parte del éxito de la escritora.
Ya la caja registradora del 1900 que yace imperiosa en el mostrador, sirve más de adorno que de confiscadora de billetes. O el cartel de unos cuatro metros de largo que dice “La entrada es libre”, y que invitaba a pasar a las personas que no se animaban a ingresar en esa nueva temática negocio-biblioteca, allá por el comienzo de la década del ’10.
Lo mismo sucede con los cuadros colgados que quedaron bajo la antigüedad, no bajo lo retro. Sin embargo, se pude apreciar un afiche de Sthepenie Meyer, con su best seller Crepúsculo, que con su contemporaneidad parece sapo de otro pozo entre las millones de páginas que pasaron por el local durante más de cien años.